El Gaucho: Peón, domador, milico, arriero, baqueano o delincuente, su vida pasaba arriba de un caballo que pocas veces era suyo, sin otro reconocimiento que las famas logradas en los boliches como guitarrero o cantor.
Su vivienda era el galpón de la estancia o cuatro paredes de adobe con un techo de paja que podían levantarse fácil y abandonarse sin pena. Su familia, cuando la tenía, se desparramaba pronto a buscar lo suyo.
Su negocio era sobrevivir y cuando sin querer le llegaba la buena, no sabía qué hacer con la plata: convidar a los amigos, adornar el flete, ponerle un oro al tirador.
Sus enseres son el testimonio de aquella soledad.
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Cuando a un paisano lo engañaba su china, se decía de él: "tiene más cuernos que una nazarena". Se referían a las rueditas dentadas de las espuelas. Lo de nazarena venía por las espinas de cristo, y el otro apodo, "lloronas", por el ruidito que hacían al rozar en el piso.
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La humanidad pasó veinte o treinta siglos. Desde que se alió con el caballo, sin necesidad de pincharle la barriga. En algún momento los jinetes empezaron a talonearlo con una espina y en el siglo catorce los ingleses ya habían fabricado el disco punzante. Como el recurso funcionó, se hicieron espuelas cada vez más grandes: algunas llegaron a pesar tres kilos. Subirse a un caballo era cosa de nobles y mandamás; por eso, la espuela se convirtió en símbolo de prestigio. Cuando un Caballero Inglés era condenado a la degradación, venía un ayudante de cocina y la quitaba las espuelas en público. |
A pesar de que sabían tratar a sus fletes, nuestros indios usaron puntas de cina-cina para acelerar la marcha. Los gauchos pobres se ponían dos clavos en cada talón, pero en cuanto podían se pasaban a las humildes espuelas de hierro, recubiertas por láminas de plata o, en caso de gran peleche, de plata maciza con monedas de oro incrustadas. A los caballos no le gustaba ninguna.
Los gauchos "Argentinos, Orientales y Brasileños", usaban un cuchillo muy afilado, de punta aguda y respetable tamaño, al que los portugueses llamaban facao (faca grande). De ahí derivó la palabra facón. El de Juan Moreira medía ochenta centímetros de hoja: se lo había regalado Adolfo Alsina y le sirvió para mandar al otro mundo a unos cuantos, pero no para ganarle a la partida cuando el matrero empezó a fastidiar a sus propios padrinos.
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Pese a sus limitaciones bélicas, el facón era para
el gaucho una herramienta multipropósito que tanto le servía para comer
un asado como para cuerear y cortar tientos, aflojar la tierra donde
clavar una estaca, emparejar el adobe o abrir una picada en las
cortaderas.
Cuando la mano venia de pelea, el facón era esgrimido para intimar al oponente, pero pocas tiradas a fondo tenían por objetivo el despachurre. La "gracia", era tajear la cara del otro. Un hachazo en la oreja era una marca vergonzosa porque indicaba que el cortado no sabía fintear y esquivar. Por eso los desorejados se dejaban el pelo largo y guay del que descubriera su secreto. Con los años el insulto se hizo menos humillante: bastaba con escupirse un dedo y mojar la oreja del rival. |
Entre la empuñadura y la hoja de facón se interpone el gavilán, cruz en forma de ese (S), que sirve para proteger la mano. El cuchillo, muchas veces con cabo y vaina de plata, era cargado atrás, en la cintura, debajo de la faja o cinturón, metido en forma oblicua con el mango hacia la derecha y el filo hacia arriba para que saliera cortando.
El facón "caronero" era un arma secreta: no tenia gavilán y se lo envainaba en cuero para mayor disimulo. Los gauchos lo llevaban escondido en la carona (pieza de cuero crudo que va debajo del recado) como carta de triunfo en caso de un entrevero sucio.
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En realidad el "tirador" era un cinturón que al
principio se limitaba a unas vueltas de tiento crudo que también servía
para colgar los chirimbolos: una bolsita con patacones, otra con picaduras
de tabaco, una petaquita con el DNI y, sobre todo, el boleto de marca o
señal, imprescindible durante un arreo para no ser confundido con un
cuatrero. La bombacha, ya se sabe, no tenía bolsillos.
Para abrochar el tirador, se fabricaba un par de botones con monedas corrientes. Después el cinto se ensanchó para que no se escaparan los pantalones sin presillas. Por último las colgaduras fueron reemplazadas por coquetas carteritas cortadas en el mismo cuero. El tirador se convirtió en la admiración y tesorería del gaucho. |
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Ya no alcanzaban dos monedas para cerrarlo. Le pusieron cuatro, seis, un montón, libras esterlinas, cadenitas, iniciales, dijes, corazones, escudos, florcitas de plata. Esos cierres cada vez más complicados acabaron por llamarse rastra.
Los metales preciosos invadieron los tiradores de los gauchos, hasta límites decididamente fanfas. Su dueño era generalmente un trabajador casi nómade cuyo rancho no tenía puerta. ¿Que iba a guardar allí?, El estatus se lo echaba todo encima.
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Desde que una tribu indoeuropea domesticó al caballo junto al mar Caspio, allá por el 5000 AC, pasaron doce siglos sin que nadie se le ocurriera mejorar el modelo. Los chinos de la dinastía Han le agregaron un almohadón en el lomo y en la India inventaron los estribos hace sólo veintidós centurias.
Los aborígenes americanos montaban en pelo y usaban riendas de hilo de cardo. Dirigían al potro solamente con las rodillas y el cuerpo. frenaban a los alaridos y a lo sumo se las arreglaban con un cuerno de vaca partido.
Cuando llegaron los españoles introdujeron el freno europeo: transmite la dirección que imprimen las riendas y hace las veces de pedal derecho del auto con sólo tirar de ellas con mayor o menor firmeza.
Algunos ejemplares de freno eran bastante crueles con el caballo, porque se le clavaban en el paladar. Los paisanos menesterosos se limitaban a pasar un tiento por debajo de la lengua de animal. Este freno no se desplazaba hacia atrás, ni molestaba: se limitaba a avisar que el jinete quería parar en la próxima. En cambio, los gauchos ostentosos prolongaban en el freno su predilección por la plata. Los orfebres adornaban los fierros, traídos de Inglaterra, Bélgica y Alemania, en tres lugares muy precisos: las copas (redondeles que cubren los extremos del bocado), la pontezuela (pieza que pasa por debajo de la quijada y une ambas copas) y la cabezada (que fija el freno a la cabeza del caballo).
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Había estribos con calefacción. Los llamaban "de
brasero". Tenían un pequeño hogar debajo, con brasitas de
algarrobo, para que el pie no se enfriara en invierno. Sin embargo el
indio, el gaucho pobre, el paisano de los primeros tiempos, no conocían
otro estribo que un botón o un palito fijado en el extremo de unos
tientos. Allí enganchaban el dedo gordo y el siguiente, por eso la bota
de potro no tenía puntera.
Esa costumbre, que terminaba por separar de los otros al dedo mayor (pata e'loro, le decían), venía del miedo a quedar con el pie preso en una rodada. |
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En cambio, los militares, necesitaban un buen apoyo y trababan el taco de la bota en el piso del estribo.
Algunos estribos eran triangulares, de hierro, de asta de carnero y cuero crudo, de madera de ceibo revestida con tientos trenzados. El llamado baúl o capacho se usaba en las zonas de arbustos espinosos. tenían una cubierta de cuero por delante, para proteger el pie hasta el tobillo. Así el jinete podía abrirse paso con él entre los arbustos.
También se los tallaba en madera, a cuchillo, y se les añadía una faja de hierro para sujetarlos al apero. Los más lujosos tenían incrustaciones de plata y oro.
Las damas montaban de costado y apoyaban un solo pie. Para ellas se cincelaban primorosos estribos con la forma de sandalia, tan cómodos que más de un hombre los adoptó.
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"¡Federación o Muerte!", decía la ancha inscripción roja en la frente de los caballos de la época de Rosas. Otras veces los adornos eran plumas de ñandú, teñidas con distintos colores. La principal decoración del caballo estaba en la frentera, tira que cruzaba la cabeza por encima de los ojos. Era parte de la cabezada, conjunto de lonjas que, cosidas en algunos lados y prendidas con botones en otros, servían para sostener el freno.
La cabezada más común era de cuero, adornada con argollas. Durante el auge de la platería muchas se hacían de ese metal, sin usar cuero salvo en la frentera, para agrandarla o achicarla.
Estaban cinceladas, con incrustaciones de oro. Las de gran lujo podían llevar monogramas con las iniciales del dueño, el escudo argentino, o un corazón de oro, motivo predilecto del criollo, que gustaba proclamar su nobleza.
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Era la cantimplora criolla. Consistía en un cuerno de vaca
taponado por la base y abierto del lado más fino para llenarlo con agua,
ginebra o vino.
Nadie tenia uno solo. Los chifles se llevaban de a pares, unidos por un tiento y sujetados a ambos lados del recado, detrás del jinete. Los orfebres solían enriquecerlos con guarniciones de plata, grabados y relieves. Ningún militar dejó de usarlos durante aquellos tiempos. El complemento del chifle era el chambao, vale decir el vaso. También se hacia de asta y algunos plateros lo adornaban que era un primor. Esta vajilla de campaña murió cuando llego el plástico y el aluminio. Resucitó cuando vinieron los turistas. |
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